viernes, marzo 02, 2007

A solas con Londres (Capítulo III)

Tras despertar, sólo y con la mano aún manchada de sangre y cartílago me dispongo a pasear por las calles de la ciudad desengañada. Pronto recibo una llamada, no llego a contestar, aunque me apresuro a descolgar, desafiando los pinchazos aleatorios que azotan mi espalda, trasero y piernas. Vejez anticipada. No llegué a tiempo, maldito destino lleno de mentiras no tenues. Me dispongo a devolver la llamada, pero al otro lado ya sólo se encuentra la voz hueca que cita el, mil veces repetido, mensaje de alguna multinacional. Escribo dos mensajes vacíos que esperan respuesta con una inquietante ilusión, la audaz timidez de los sms. La llamada termina por esconderse agazapada tras una cortina de humo negro provocado un billete de avión que fue quemado. Sí, quemado, una noche de Febrero que terminó con mi cuerpo desnudo dentro de las tibias aguas del Mediterráneo, la noche que pasé miedo, limpiando los pecados en el mar como antes, ¿Te acuerdas?. El velo negro que esconde la realidad para no dañar los ojos de los que increpan al salmón por remontar el río. Sin billete, sin llamada, un día antes paseé por la ciudad.

Paseé para descubrir de que color es la bandera que precede mis pasos, el color de cada uno de sus ojos, de su mirada que inmoviliza a quien intersecta su camino, del reflejo de la misma en mí cuando la miro. Ésto sólo iba a ser una premonición.

Paseé por la cuna de la democracia, por el ejemplo del desarrollo industrial y frente al parlamento iluminado tuve el burdo deseo de que las luces fueran llamas y aquel edificio se consumiera en ellas, verles arder. Un edificio que nació con el fuego y que ojalá se rindiera ante el mismo. ¿Qué tendrá la democracia para que tan sólo nombrarla justifique cualquier ruinoso comportamiento?, una fuerza que genera veneración por quien mata en su nombre y respeto por quien muere por ella. Demasiada fuerza colgada de los débiles hilos que sostienen la igualdad de todos los seres humanos. Mientras más justa más muertos. El gobierno del pueblo, del argentino empalado en una isla, del dictador consagrado, de las sectas que se cobijan tras fronteras de terrorismo de estado y sacas de dólares. ¿Qué pasa cuando gobierna un pueblo infecto?.

En este momento me doy cuenta de que mis manos están heladas y de mis ojos caen lágrimas que no expresan pena, alguien me utiliza para llorar, tal vez la ciudad, o alguien que no tuvo tiempo de soltar una sóla lágrima antes de conocer su fatal destino. Me marcho de aquí, la vista de éste edificio me causa náuseas, cuando me marcho veo a otras personas con escarcha en las manos y lágrimas en los ojos, llorando por otros. Llorando por cada uno de los esclavos de la democracia. Después me confundo entre la gente, entre los que caminan sin pensar en la desesperanza. Su no pensar les refugia de las hienas que, una vez dotadas de palabra, convencen de que esto es lo mejor que supimos hacer. Y en el río las verdades no dichas, las verdades que fluyen anónimas en la isla de los asesinos.

Me meto en una estación de metro y me dirijo hacia la última parada de una línea, si termino en Morden o en Mislata-Almassil ya habré decidido mi destino, o tal vez tan sólo haya dado un quiebro para seguir zigzagueando por los furtivos deseos de un ser epicúreo. Y me acuerdo de una poesía, tan sólo de una estrofa y dice:


Una noche mística, hecha de rosa y de azul,
intercambiaremos un rayo único,
como un largo sollozo, repleto de adioses;
y más tarde un ángel, abriendo las puertas,
leal y alegre, vendrá a reanimar,
los sucios espejos y las llamas muertas
Y entonces la premonición se cumple, alguien me clava un dardo envenenado y mi bandera se tinta de sus infinitos colores, acompañados de la percusión que marca el juez con el mazo. Y vuelven a retumbar en mis oidos las voces que me acompañan desde antaño:
De ojos verdes, sonrisa geométrica
Voz de Ensueño, carácter brutal
La mujer de mi vida, si se duerme
estoy perdido
Otra con doble sentido de lo ajeno,
Otra románica,
de líneas que se avergüenzan de su trazo
Ocasión sublime la de nuestro reencuentro,
si nos rocía la decepción, me rindo
El destino vence.

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